En Navidades celebrábamos el nacimiento de un hombre hecho dios, ahora conmemoramos el nacimiento de un dios hecho hombre, la metamorfosis del ser limitado por el tiempo y el espacio que es la vida, cuyo cuerpo dolorido por los golpes, vejado hasta la humillación mas absoluta, libera en una última exhalación su más maravillosa esencia, su espíritu ilimitado, infinito y eterno, mas allá de las cadenas de la existencia.
Nos muestra lo fútil de la vida frente a la eternidad del alma divina que compartimos y sella definitivamente el pacto entre Dios y el hombre, no con la sangre del hijo de Abraham, a quien el Señor consideró pedía demasiado sacrificio, así pues inmola a su propio hijo en el altar del hombre, dando así un paso adelante en la muestra de su amor incondicional por nosotros, abriendo para siempre la puerta a su morada.
El hecho de repetirse un año tras otro este impresionante y simbólico rito iniciático en cualquiera de sus variantes, no merma en absoluto el valor de su mensaje que precisa su significado al mezclar sus dramáticas escenas con nuestra experiencia mas íntima.